Julio Gálvez
Hidalgo es un estado con un potencial extraordinario. Su ubicación geográfica estratégica y su riqueza natural lo convierten en un territorio privilegiado. Además, su gente es su mayor fortaleza: escritores, poetas, periodistas, músicos, campesinos, profesionistas y empresarios talentosos construyen día a día una sociedad llena de creatividad y esfuerzo. Sin embargo, a pesar de estos atributos, Hidalgo se mantiene como una de las entidades más atrasadas y corruptas del país. La explicación yace en una red de privilegios políticos que ahoga la equidad y fomenta la corrupción en todos los niveles de gobierno. Las instituciones, en lugar de proteger derechos humanos y fortalecer la democracia, se han convertido en herramientas para simularla. En Hidalgo, el poder judicial no opera de manera independiente ni autónoma; está al servicio del poder político, perpetuando un capitalismo de amigos donde la justicia resulta inalcanzable para muchos.
Un ejemplo alarmante de esta disfunción es el uso de las instituciones judiciales para fines políticos. Diversos presidentes municipales han denunciado que la justicia se utiliza como un instrumento para perseguir adversarios, mientras que los verdaderos problemas de seguridad, como las ejecuciones diarias a manos del crimen organizado, son ignorados. Este contraste pone en evidencia la incapacidad del sistema amiguista para atender las necesidades reales de la ciudadanía. En lugar de enfocarse en combatir la creciente ola de violencia y criminalidad, las autoridades emplean los recursos judiciales para fortalecer el poder de unos cuantos, dejando a los ciudadanos comunes desprotegidos frente a la delincuencia.
La situación es aún más crítica si se considera lo dispuesto en el artículo 94 de la Constitución Política del Estado de Hidalgo, que otorga al gobernador la facultad de nombrar a los magistrados del Tribunal Superior de Justicia. Este mecanismo, lejos de garantizar la independencia judicial, refuerza la subordinación del Poder Judicial al Ejecutivo, convirtiéndolo en un instrumento político más que en un garante de derechos. Históricamente, los gobernadores han designado a magistrados con base en lealtades políticas en lugar de méritos profesionales, privilegiando el control sobre la capacidad técnica. Esto ha resultado en un sistema judicial que, más que proteger a los ciudadanos, responde a intereses particulares y perpetúa la corrupción.
La falta de independencia judicial no solo es un problema local, sino un principio fundamental para cualquier democracia. El artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 establece que “toda sociedad en la cual no esté asegurada la garantía de los derechos ni garantizada la separación de poderes, carece de Constitución”. En Hidalgo, la inexistencia de una separación efectiva entre el Ejecutivo y el Judicial no solo debilita el estado de derecho, sino que deja a los ciudadanos expuestos a la injusticia y la impunidad.
La independencia judicial es esencial para garantizar un estado de derecho. Este concepto implica dos dimensiones fundamentales: la independencia funcional, que exige que los jueces actúen únicamente bajo el marco de la legalidad, libres de presiones externas, y la independencia como garantía, que incluye los mecanismos necesarios para proteger esa autonomía, como la elección de jueces basada en méritos y experiencia, y la autonomía presupuestal del Poder Judicial. Sin embargo, en Hidalgo, ambos elementos están ausentes. Además de la influencia del Ejecutivo en el nombramiento de magistrados, el Poder Judicial depende financieramente de este mismo poder, lo que limita aún más su capacidad de actuar con libertad e independencia.
En un estado donde los crímenes del crimen organizado ocurren a diario, el sistema judicial debería ser un pilar fundamental para garantizar justicia y seguridad. Sin embargo, las instituciones se centran en procesar casos políticamente convenientes mientras los ciudadanos quedan desamparados frente a la violencia. Este uso selectivo de la justicia no solo perpetúa la impunidad, sino que socava la confianza de la población en las instituciones, alimentando un ciclo de corrupción y desigualdad.
El cambio político que experimentó Hidalgo en 2022 representa una oportunidad única para romper con este ciclo. La actual titular del Poder Judicial tiene la oportunidad de transformar el Tribunal Superior de Justicia, una institución de 155 años, en un verdadero bastión de independencia, alejado del control político y del Ejecutivo.
Un ejemplo alarmante de esta disfunción es el uso de las instituciones judiciales para fines políticos. Diversos presidentes municipales han denunciado que la justicia se utiliza como un instrumento para perseguir adversarios, mientras que los verdaderos problemas de seguridad, como las ejecuciones diarias a manos del crimen organizado, son ignorados. Este contraste pone en evidencia la incapacidad del sistema amiguista para atender las necesidades reales de la ciudadanía. En lugar de enfocarse en combatir la creciente ola de violencia y criminalidad, las autoridades emplean los recursos judiciales para fortalecer el poder de unos cuantos, dejando a los ciudadanos comunes desprotegidos frente a la delincuencia.
La situación es aún más crítica si se considera lo dispuesto en el artículo 94 de la Constitución Política del Estado de Hidalgo, que otorga al gobernador la facultad de nombrar a los magistrados del Tribunal Superior de Justicia. Este mecanismo, lejos de garantizar la independencia judicial, refuerza la subordinación del Poder Judicial al Ejecutivo, convirtiéndolo en un instrumento político más que en un garante de derechos. Históricamente, los gobernadores han designado a magistrados con base en lealtades políticas en lugar de méritos profesionales, privilegiando el control sobre la capacidad técnica. Esto ha resultado en un sistema judicial que, más que proteger a los ciudadanos, responde a intereses particulares y perpetúa la corrupción.
La falta de independencia judicial no solo es un problema local, sino un principio fundamental para cualquier democracia. El artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 establece que “toda sociedad en la cual no esté asegurada la garantía de los derechos ni garantizada la separación de poderes, carece de Constitución”. En Hidalgo, la inexistencia de una separación efectiva entre el Ejecutivo y el Judicial no solo debilita el estado de derecho, sino que deja a los ciudadanos expuestos a la injusticia y la impunidad.
La independencia judicial es esencial para garantizar un estado de derecho. Este concepto implica dos dimensiones fundamentales: la independencia funcional, que exige que los jueces actúen únicamente bajo el marco de la legalidad, libres de presiones externas, y la independencia como garantía, que incluye los mecanismos necesarios para proteger esa autonomía, como la elección de jueces basada en méritos y experiencia, y la autonomía presupuestal del Poder Judicial. Sin embargo, en Hidalgo, ambos elementos están ausentes. Además de la influencia del Ejecutivo en el nombramiento de magistrados, el Poder Judicial depende financieramente de este mismo poder, lo que limita aún más su capacidad de actuar con libertad e independencia.
En un estado donde los crímenes del crimen organizado ocurren a diario, el sistema judicial debería ser un pilar fundamental para garantizar justicia y seguridad. Sin embargo, las instituciones se centran en procesar casos políticamente convenientes mientras los ciudadanos quedan desamparados frente a la violencia. Este uso selectivo de la justicia no solo perpetúa la impunidad, sino que socava la confianza de la población en las instituciones, alimentando un ciclo de corrupción y desigualdad.
El cambio político que experimentó Hidalgo en 2022 representa una oportunidad única para romper con este ciclo. La actual titular del Poder Judicial tiene la oportunidad de transformar el Tribunal Superior de Justicia, una institución de 155 años, en un verdadero bastión de independencia, alejado del control político y del Ejecutivo.
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P.D. El uso indebido de la justicia con fines políticos puede ser denunciado ante la Corte Penal Internacional (CPI). Cualquier ciudadano puede presentar información sobre crímenes que competen a la CPI, como los crímenes de lesa humanidad. Según el artículo 15 del Estatuto de Roma, el Fiscal de la CPI puede iniciar investigaciones a partir de información proporcionada por individuos, grupos u organizaciones. Además, el artículo 7 define los crímenes de lesa humanidad como actos cometidos como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil, con conocimiento de dicho ataque. Por lo tanto, si un Estado está diseñado para atentar contra sus ciudadanos, y comete actos que constituyen crímenes de lesa humanidad, estos pueden ser denunciados ante la CPI para su investigación y posible enjuiciamiento.