María Gil
El discurso nacionalista del gobierno mexicano, que insiste en una supuesta defensa de la soberanía frente a Estados Unidos, queda una vez más desenmascarado como una simulación que enmascara la realidad: México sigue actuando como el patio trasero de su vecino del norte, obedeciendo sus lineamientos económicos. La reciente imposición de un arancel del 35% a productos textiles y confeccionados provenientes de diversos países, incluyendo China, refleja esta subordinación a las prioridades comerciales de Washington, que busca limitar la influencia económica del gigante asiático en la región.
El decreto, firmado por la presidenta Claudia Sheinbaum, fue anunciado con la justificación de proteger los 400 mil empleos que genera la industria textil en México. Sin embargo, más allá de la narrativa oficial, el trasfondo de esta medida es evidente: un alineamiento directo con las políticas de Estados Unidos en su creciente disputa comercial con China. En los últimos años, la Casa Blanca ha intensificado su presión sobre los países de la región para que adopten posturas más restrictivas contra las importaciones chinas, en un intento por desacelerar su expansión económica y tecnológica.
El secretario de Economía, Marcelo Ebrard, detalló que este arancel se aplicará a 138 fracciones arancelarias de productos que anteriormente ingresaban al país a través del programa Immex, diseñado para permitir la importación de insumos destinados a la exportación. Según Ebrard, muchas empresas abusaban de este esquema para traer productos terminados, como prendas de vestir o calzado, y venderlos en el mercado interno sin pagar impuestos. Aunque esta explicación parece razonable desde una perspectiva fiscal, el momento y la magnitud de la medida sugieren que la presión de Estados Unidos ha jugado un papel decisivo en su implementación.
El gobierno mexicano, que se presenta como defensor de los intereses nacionales, ha adoptado una política económica cada vez más alineada con los objetivos estratégicos de Washington. Esta dependencia no solo limita la capacidad de México para tomar decisiones autónomas, sino que también refuerza su papel como un actor subordinado en la dinámica geopolítica de la región. La narrativa oficial de protección a la industria nacional contrasta con la realidad de un gobierno que prioriza las demandas externas sobre las necesidades internas, perpetuando un modelo de dependencia económica y política.
Mientras México actúa como ejecutor de las directrices comerciales estadounidenses, queda claro que el discurso nacionalista no es más que un recurso retórico vacío. En lugar de construir una política económica soberana y equitativa, el país sigue atrapado en una relación desigual que lo posiciona como una extensión de los intereses de Estados Unidos, reforzando su rol histórico como el patio trasero de la principal potencia del hemisferio.
El decreto, firmado por la presidenta Claudia Sheinbaum, fue anunciado con la justificación de proteger los 400 mil empleos que genera la industria textil en México. Sin embargo, más allá de la narrativa oficial, el trasfondo de esta medida es evidente: un alineamiento directo con las políticas de Estados Unidos en su creciente disputa comercial con China. En los últimos años, la Casa Blanca ha intensificado su presión sobre los países de la región para que adopten posturas más restrictivas contra las importaciones chinas, en un intento por desacelerar su expansión económica y tecnológica.
El secretario de Economía, Marcelo Ebrard, detalló que este arancel se aplicará a 138 fracciones arancelarias de productos que anteriormente ingresaban al país a través del programa Immex, diseñado para permitir la importación de insumos destinados a la exportación. Según Ebrard, muchas empresas abusaban de este esquema para traer productos terminados, como prendas de vestir o calzado, y venderlos en el mercado interno sin pagar impuestos. Aunque esta explicación parece razonable desde una perspectiva fiscal, el momento y la magnitud de la medida sugieren que la presión de Estados Unidos ha jugado un papel decisivo en su implementación.
El gobierno mexicano, que se presenta como defensor de los intereses nacionales, ha adoptado una política económica cada vez más alineada con los objetivos estratégicos de Washington. Esta dependencia no solo limita la capacidad de México para tomar decisiones autónomas, sino que también refuerza su papel como un actor subordinado en la dinámica geopolítica de la región. La narrativa oficial de protección a la industria nacional contrasta con la realidad de un gobierno que prioriza las demandas externas sobre las necesidades internas, perpetuando un modelo de dependencia económica y política.
Mientras México actúa como ejecutor de las directrices comerciales estadounidenses, queda claro que el discurso nacionalista no es más que un recurso retórico vacío. En lugar de construir una política económica soberana y equitativa, el país sigue atrapado en una relación desigual que lo posiciona como una extensión de los intereses de Estados Unidos, reforzando su rol histórico como el patio trasero de la principal potencia del hemisferio.