Jorge Montejo
Qué suerte tienen algunos en México. De entre las 130 millones de almas que componen este país, siempre parecen ser los hijos, hermanos y compadres de los políticos quienes poseen ese talento innato para superar los exámenes de oposición notarial con “calificaciones impecables”. Y no solo eso, también logran ser seleccionados justo en el ocaso de cada sexenio, como si el destino y la meritocracia confabularan a su favor. Es un fenómeno digno de estudio, aunque los incrédulos lo llamen nepotismo.
El reciente caso en Jalisco no es la excepción, sino más bien un capítulo más en este folclórico libro de prácticas políticas. A unos días de despedirse de su cargo, Enrique Alfaro se despachó con la cuchara grande, repartiendo notarías a familiares de funcionarios, exgobernadores y otros allegados. Por ejemplo, Emilio González Guzmán, hijo del exgobernador panista Emilio González Márquez, demostró un extraordinario talento para ser nombrado titular de la Notaría Pública 16 de Guadalajara. La coincidencia de apellidos es pura casualidad, por supuesto.
Lo mismo ocurrió con Santiago Guzmán de Anda, ahora flamante titular de la Notaría 6 de Zapopan, quien, además de poseer el linaje correcto, resulta ser hijo de Fernando Guzmán Pérez Peláez, exsecretario general de gobierno con varios panistas. Y qué decir de Gerardo Monraz Villaseñor, hermano del secretario de Transporte, que ahora liderará la Notaría 18. Seguro fue su esfuerzo y no el apellido lo que lo llevó ahí. Así, como si fuera un menú de Navidad, Alfaro cerró su sexenio entregando 15 notarías en un acto que, claro, no tiene nada que ver con favoritismos ni amiguismos.
Una tradición bien arraigada Esta “generosidad” no es exclusiva de Jalisco. En Hidalgo, Francisco Olvera, exgobernador priista, decidió pagar favores políticos repartiendo notarías a sus colaboradores más cercanos. Si alguien señalaba irregularidades, como la falta de experiencia profesional como abogado de cinco años estipulada en el artículo 24, fracción VI de la ley
como sucede actualmente con un notario en Tula, simplemente se hacían de oídos sordos. Total, ¿qué importan los requisitos cuando se tiene la voluntad de repartir? Incluso hubo un director del archivo de notarías que, sin título de abogado, firmaba resoluciones como si lo tuviera. ¿No es admirable su confianza en sí mismo?
La historia en Tamaulipas es igual de edificante. En sus últimos meses de mandato, Francisco Javier García Cabeza de Vaca obsequió más de 60 notarías a panistas y amigos cercanos, como quien regala tamales en la posada. Chiapas y el Estado de México no se quedan atrás: Manuel Velasco y Eruviel Ávila también aprovecharon sus despedidas para extender este noble legado.
La corrupción como lubricante del sistema Esta práctica de repartir notarías no solo fomenta la lealtad política; también abre la puerta a un sinfín de irregularidades. En Jalisco, el caso de Álvaro Guzmán Merino, a quien se le revocó su nombramiento por irregularidades, o el de María Guadalupe Sánchez González, quien tuvo que recurrir al Poder Judicial para que le permitieran repetir un examen amañado, muestran cómo las reglas del juego son tan flexibles como las promesas de campaña.
A nivel nacional, la asignación de notarías no solo es un instrumento político; también es un mecanismo de corrupción institucionalizada. Los puestos se convierten en moneda de cambio para cerrar ciclos de poder, pagar favores o garantizar la “discreción” futura. Mientras tanto, el ciudadano común solo puede admirar, desde lejos, cómo estos espacios de poder se mantienen en las mismas manos de siempre, generación tras generación.
El show debe continuar Así, con cada gobernador que se despide, vemos cómo esta tradición continúa floreciendo. No importa el color del partido, ni las promesas de transparencia: las notarías siguen siendo el premio mayor de la rifa política mexicana. Pero no nos preocupemos, seguramente el próximo sexenio traerá más “sorpresas” y nuevas familias tocadas por la fortuna. Mientras tanto, nosotros, los mortales, seguiremos observando este espectáculo, con un dejo de envidia y mucho sarcasmo. Porque si algo no muere en México, es la tradición de repartir privilegios.