Arturo Moreno Baños - El Tlacuilo
En septiembre de 1856, la generación política más brillante de nuestra historia debatía la división de poderes en la nueva Constitución. Un año antes, esa misma generación había depuesto a Antonio López de Santa Anna, caudillo popular, carismático, arbitrario, veleidoso, despótico, que por más de treinta años había imperado de manera intermitente sobre México hasta convertirlo en el país de un solo hombre.
Era necesario cortar de raíz esa concentración de poder en el Ejecutivo. Para ello, la solución institucional era evidente: fortalecer al Legislativo. Los constituyentes dudaban entre dar a la Cámara de Diputados facultades comparables a las de la Asamblea francesa durante la Revolución o volver a la fórmula original de la Constitución de 1824, que preveía una integración bicameral.
Llevados seguramente por el entusiasmo del momento, muchos diputados se pronunciaron por la primera solución, temerosos de que el Senado demorara la expedición de leyes. Pero la voz del célebre periodista Francisco Zarco defendió la segunda, argumentando que en el orden normal de los sistemas constitucionales esa dilación era “una ventaja […] para los pueblos”:
La acción de un Congreso nunca debe ser tan expedita como la dictadura, y la discusión, las votaciones, la revisión y las enmiendas son nuevas garantías de acierto favorables a los intereses de la sociedad. El proyecto, una vez aprobado en una Cámara, puede ser perfeccionado en la otra, y cuando un cuerpo está sujeto a la revisión de otro, aunque sea solo por amor propio, incurre en menos inconsecuencias y versatilidades que el que puede obrar por sí solo. Zarco perdió la batalla. La Constitución jurada el 5 de febrero de 1857 excluyó al Senado.
Diez años después, tras la Guerra de Reforma e Intervención, al restaurarse la república, Juárez y su grupo retomaron los argumentos de Zarco. El Senado debía ser la instancia de equilibrio, moderación, responsabilidad y parsimonia ante el Ejecutivo y la propia Cámara de Diputados. La iniciativa de ley fue presentada en 1868 y se promulgó en 1874.
Han pasado 150 años desde aquellos hechos. La historia registra pocos senadores que en ese larguísimo tiempo hayan tomado en serio su deber constitucional.
¿Lo traicionarán ahora? No solo los senadores de oposición, estoy seguro que muchos oficialistas saben que la llamada reforma judicial (además de afectar irreversiblemente la economía de México) destruye el Estado de derecho y anula la división de poderes.
La historia lo demandará…