La división de poderes es el fundamento de toda tradición republicana. Así lo comprobó el joven Justo Sierra, que habiendo aplaudido en 1876 el ascenso del caudillo Porfirio Díaz entendió muy pronto la necesidad de introducir la inamovilidad de los ministros como una “condición suprema de estabilidad para las instituciones […] porque aleja de las influencias malsanas de la política […] a hombres encargados de hacer servir a la ley fundamental” (La Libertad, 3 de noviembre de 1879).
Pasaron los años y se consolidó la dictadura. Supuestamente, el pueblo elegía a los ministros, pero el gran elector era el dictador. En 1892, una Unión Liberal en la que participaba Justo Sierra insistió en la receta, para evitar que México fuese una monarquía con ropajes republicanos:
“Cuando en un país, aunque se halle constituido por la forma republicana, no existe la justicia independiente […] entonces no hay propiamente instituciones, la República se llama despotismo” (Justo Sierra, Discurso en la Cámara de Diputados, 11 de diciembre de 1893).
La Cámara de Diputados aprobó la inamovilidad de los ministros por dos tercios de los votos. No obstante, “el proyecto se ahogó en los archivos del Senado”. Aunque en un principio Porfirio Díaz no se oponía a la medida, se persuadió de que una Corte inamovible era un poder autónomo, y resolvió que “dentro de la dictadura no caben dos poderes” (Charles Hale, Emilio Rabasa y la supervivencia del liberalismo porfiriano, 2011).
En 1912, durante el gobierno de Francisco I. Madero, el jurista y escritor chiapaneco Emilio Rabasa sacó a la luz un libro de influencia permanente: La Constitución y la dictadura. Partidario de la inamovilidad, Rabasa argumentaba contra la elección popular de los ministros:
Si los partidos luchan en la elección de magistrados, éstos tendrán siempre carácter y compromisos políticos incompatibles con la serenidad y la neutralidad requeridas en sus funciones. […] Cualquiera intervención política de un tribunal rebaja y corrompe la dignidad de la institución y la hace inepta para cumplir su única pero alta función legítima.
En 1957 Cosío Villegas explicó que ni la inamovilidad, ni el sueldo, ni la elección popular (“malísimo sistema para designar a los magistrados de la Corte”) aseguran la independencia. La única garantía era el respeto a la ley y el amor a la libertad de los ministros, que debían ser “fiera, altanera, soberbia, insensatamente independientes”.
La Constitución otorga a los jueces una permanencia suficiente para cumplir su encomienda y permitir el ingreso de nuevas generaciones. El número de ministros y la división en salas disminuye la posibilidad de injerencia política. Y la Constitución confía en que el Ejecutivo y el Senado (electos popularmente) sabrán nombrar personas capaces, con vocación jurídica y actitud independiente.
No ha sido el caso en este gobierno de cuarta… “transformación” ni en esta legislatura. Menos aún lo sería en el futuro. La elección popular se traduciría en la elección personal del presidente, que optaría –como ha ocurrido en este sexenio– por nombrar ministros fiera, altanera, soberbia, insensatamente… serviles.
La supervivencia de la República depende de la independencia del Poder Judicial. El despotismo busca anularla. La ciudadanía… ¿lo permitirá?