El 28 de agosto de 1815, José Bonaparte desembarcó en Nueva York. La caída del imperio napoleónico implicó el exilio forzoso de los Bonaparte, y Estados Unidos ofrecía a José la posibilidad de emprender una nueva vida, lejos de la política y sus múltiples inconvenientes.
Instalado poco después en una hermosa plantación, “Point Breeze”, en las inmediaciones de Filadelfia, el conde de Survilliers, como se hizo llamar, emprendió una existencia placentera a caballo entre la ciudad y su flamante residencia campestre.
Lo curioso es que, mientras él buscaba sosiego, para muchos seguidores del Gran Corso su opción americana se contemplaba como la posibilidad de establecer en ultramar una plataforma desde la que mantener viva la semilla imperial y planear nuevas ofensivas políticas en Europa e incluso en Latinoamérica.
Solo hubo una persona que no se engañó al respecto, el propio Napoleón, que escribió en 1815: “Mi hermano José podría fundar un refugio para mis seguidores. Si yo estuviera en su lugar levantaría un nuevo imperio con todas las Américas españolas, pero él se convertirá en un buen burgués americano dedicado a sus negocios y a cultivar su jardín”.
Efectivamente. Desoyendo una y otra vez cualquier propuesta política en firme, José Bonaparte pasó 17 años dedicado al mantenimiento de una corte imperial paralela, entregado de pleno a su hacienda, a hacer crecer su economía, cultivando la vida social y disfrutando de su fama de buen gourmet y excelente amante.
Sin embargo, para muchos nostálgicos del Imperio, José y su hacienda eran una oportunidad que no debía desperdiciarse.
Por Point Breeze pasaron el antiguo miembro de la Convención Joseph Lakanal; los generales bonapartistas Charles y Henry Lallemand; o el banquero Stephen Girard y el mariscal Grouchy, quienes habían fundado en Texas, junto a la frontera mexicana, un champ d’asile, un establecimiento para los bonapartistas huidos de Francia.
Por entonces, la región tejana aún era posesión española, y tras el pretendidamente filantrópico proyecto se ocultaba una insólita maniobra política: convertir a José Bonaparte en emperador de México.
En los primeros meses de 1816, Lakanal y Lallemand visitaron a José como representantes de una pretendida Alianza o Confederación Napoleónica, a la que siguió una comisión de insurgentes hispano mexicanos que solicitaron su soporte económico para la causa de la independencia de México.
Poco después, el probado acercamiento a José, el exguerrillero español que participó al lado del insurgente Mina, implicado en la causa de la independencia mexicana; el antiguo diputado de las Cortes de Cádiz José Álvarez de Toledo y de los generales bonapartistas Lallemand y Giraud parece demostrar que se le llegó a ofrecer la Corona de México, mientras se pretendía que su hermano Luciano ocupara el trono de Perú.
No existe más constancia de ello que el memorial que José Álvarez de Toledo dirigió años después a Fernando VII intentando borrar sus veleidades liberales. Pero son muchos los indicios y demasiados los autores que se inclinan por dar crédito a esta hipótesis.
Es más, se asegura que, ante el ofrecimiento, José Bonaparte respondió: “Vuestro gesto me asombra, me emociona y me enorgullece. Pero después de probar las excelencias de las formas republicanas para los países de América, os aconsejo que adoptéis tal régimen en México como un don precioso del cielo”.
De nuevo la intuición de Napoleón se confirmaba. José dejaba a salvo su republicanismo y enmascaraba así su decidida apuesta por la tranquilidad burguesa frente a la gloria de una Corona que la experiencia le había demostrado que podía ser efímera. Es más, en una ocasión, mientras conversaba con su amigo el banquero Nicholas Biddle, afirmó que él se había formado políticamente como republicano durante la Revolución Francesa. “Yo no deseé la formación del Imperio francés”.
Aun así, su existencia no podía mantenerse totalmente al margen de las cuestiones de Estado. Durante sus años americanos, José no solo se carteó con frecuencia con Napoleón en su retiro de Santa Elena, sino que se convirtió en un elemento de referencia para los franceses que viajaban o se exiliaban a Estados Unidos. En 1821 recibió en Saratoga la noticia de la muerte de Napoleón.
Su condición de hermano mayor y jefe de la familia le obligó a asumir mayores responsabilidades. Alguna de ellas tan delicada como intentar reconducir la decidida voluntad del general Lafayette de proclamar soberano de Francia al rey de Roma, hijo de Napoleón y María Luisa de Austria, frente al Borbón absolutista Carlos X.