La Suprema Corte de Justicia porfiriana sobrevivió a la Revolución maderista, respaldó al régimen de Victoriano Huerta y sucumbió ante la Revolución constitucionalista, que la clausuró el 25 de agosto de 1914.
La Constitución de 1917 estableció una SCJN autónoma. Se le confirieron nuevas facultades: revisar sentencias de tribunales federales, conocer hasta cierto punto controversias entre poderes y niveles de gobierno, investigar la violación grave de las garantías individuales. Con la supresión de la Secretaría de Justicia, la judicatura ganó en independencia. Comenzaba la reconstrucción institucional del Poder Judicial.
Por desgracia, fue muy limitada. A partir de la creación del PNR, la Corte comenzó a verse excluida de aspectos fundamentales del proyecto revolucionario. Sucedió con el reparto agrario. Como los procesos judiciales entorpecían la dotación de tierras a los ejidos, en diciembre de 1931 se reformó la Ley Agraria de 1915 para dejar sin derecho de amparo a los propietarios afectados.
En 1934, Lázaro Cárdenas fue más lejos: disolvió la Corte para nombrar una nueva, no solo dependiente del Ejecutivo, sino renovable sexenalmente.
Aunque en 1940 Manuel Ávila Camacho decretó la inamovilidad de los ministros y la Corte no dejó de emitir amparos contra actos de gobierno (sobre todo en áreas mercantiles), en términos políticos acompañó sus medidas más represivas y autoritarias, como el delito de “disolución social”.
Este tipo de legislación penal se creó en 1941, en previsión a una posible participación de México en la Segunda Guerra Mundial. En 1951, durante el sexenio del presidente Miguel Alemán, el artículo se reformó para enfilarlo en contra de los simpatizantes del comunismo y de otros disidentes de izquierda.
Cualquier opositor corría peligro: un manifestante, un artista, un periodista, un intelectual.
La primera aplicación mayor de este artículo bárbaro ocurrió con la huelga ferrocarrilera de 1959. Los ferrocarrileros detenidos a raíz de ese movimiento interpusieron solicitudes de amparo fundamentadas en el carácter inconstitucional de ese delito político, aduciendo la vaguedad de su definición legal.
La Sala Penal de la Corte se encargó del asunto en febrero de 1961. El ministro Juan José González Bustamante determinó que la figura era necesaria en el “ambiente mundial de constante zozobra e inquietud” de los años de la Guerra Fría, y por ello los amparos debían negarse.
Con este precedente, la Corte negaría los amparos interpuestos por los estudiantes y maestros encarcelados a raíz del movimiento estudiantil de 1968. En 1971 los presos obtuvieron su libertad con la derogación de aquel delito ordenada por el presidente Echeverría.
Aunque a través del tiempo la Corte había sido menos servil al Ejecutivo que el Congreso, fueron varias sus genuflexiones entre 1970 y 1994. Apenas vale la pena recordarlas.
En la campaña de 1994, Ernesto Zedillo subrayó la necesidad de una reforma a la administración y procuración de justicia. Cuatro días después de su toma de posesión, presentó al Congreso la reforma más profunda de la Suprema Corte desde la cardenista de 1934.
Además de la destitución de todos los ministros de ese momento, Zedillo propuso reducir su número de 26 a 11, modificar el proceso de elección para dar un mayor peso al Senado y limitar la permanencia de los ministros a 15 años, con una sustitución escalonada. Adicionalmente, el proyecto amplió las facultades de la Corte para conocer sobre controversias constitucionales entre poderes y niveles de gobierno, e introdujo la acción de inconstitucionalidad, figuras indispensables para garantizar el equilibrio entre poderes. Y, para desvincular el trabajo de la Corte de la gestión del Poder Judicial de la Federación, estableció el Consejo de la Judicatura Federal, encargado de la administración, vigilancia y disciplina de los tribunales.
Las reformas entraron en vigor el 31 de diciembre de 1994. Desde entonces, no sin penosas recaídas, la Corte dejó de hacer la corte al señor presidente.
Ojalá pronto rompa para siempre con esa ignominiosa costumbre que la degrada, y degrada al país libre y democrático que debemos ser.
Sin embargo, el desprecio y el embate abierto y constante contra los marcos normativos han sido también característicos del actual gobierno con el único presidente mexicano que abiertamente ha dicho: “no me vengan con que la ley es la ley”.