A 29 años de aquel mes de enero del año 1994 las demandas de los indígenas por dignidad, tierras y mejora social siguen tan vigentes como entonces. El Ejercito Zapatista de Liberación Nacional lideró una rebelión en el empobrecido estado mexicano de Chiapas.
Aquel alzamiento acaparó las portadas de los diarios de casi todo el mundo. La guerrilla se había propuesto combatir la explotación indígena, en su opinión, vigente desde la llegada de los españoles a México a principios del siglo XVI.
En realidad, los inicios del abuso no fueron exactamente así. Los nuevos pobladores permitieron a los indígenas seguir gobernados por sus propios jefes y disfrutar de cierta autonomía, y les garantizaron un marco legal en el que defender sus derechos. La situación dio un giro con la independencia de México en 1821. Los sucesivos gobiernos no reconocieron la existencia de los indígenas; simplemente les consideraron mexicanos. La legislación protectora, por lo tanto, desapareció.
Las políticas gubernamentales de principios del siglo XX impusieron en la sociedad de Chiapas cambios que les resultarían desfavorables. Las tierras que antiguamente habían pertenecido a un propietario colectivo- la comunidad indígena- se vendieron a particulares. Privados de sus medios de subsistencia, numerosos campesinos se convirtieron en peones de los nuevos latifundios o pasaron al servicio de grandes empresas extranjeras, dedicadas a la explotación de las riquezas agrícolas, fundamentalmente caña de azúcar, cacao y café.
El triunfo de la Revolución Mexicana en los años veinte supuso un tímido avance de los derechos indígenas. El Partido Revolucionario Institucional (PRI) se asentó en el poder. Gobernaría ininterrumpidamente hasta el 2000 dejando a la oposición dos sexenios para, posteriormente, irrumpir nuevamente en los designios del país. Gracias a fraudes y argucias sistemáticas y, en parte, a la implantación de reformas agrarias.
Bajo la presidencia de Lázaro Cárdenas (1934- 40) se repartieron entre los campesinos los denominados ejidos, lotes de tierra que podían explotarse en calidad de usufructo, no de propiedad absoluta. Ello redujo la dependencia campesina respecto de las grandes fincas.
Pero esta y otras medidas se adoptaron con cuentagotas. En un contexto marcado por la crisis (rebelión del General Cedillo, inicio de la Segunda Guerra Mundial…) el gobierno buscaba, ante todo, asegurar la estabilidad interna.
En las décadas siguientes, las sucesivas administraciones no hicieron nada para paliar la marginación indígena. Los indios vivieron su propio apartheid. En la localidad de San Cristóbal de las casas, por ejemplo, debían ceder a los blancos el paso de las aceras.
También se daban casos de patrones que azotaban a los acasillados, trabajadores que vivían en las fincas de sus amos y que debían gastar su remuneración, en forma de vales, solo en establecimientos de éstos. Muchos perdieron su empleo a finales de los años cincuenta, cuando los patrones abandonaron la agricultura en favor de la ganadería, animados por los incentivos económicos de la administración.
Los desempleados se establecieron en la selva lacandona, en el estado de Chiapas. Desde entonces, esta región experimentó un fuerte incremento demográfico. De los 36,985 habitantes de 1950 se pasó a más de 200.000 en treinta años. En 1972 la situación empeoro, cuando un decreto gubernamental concedió más de 600.000 hectáreas de tierra a tan sólo sesenta y seis familias de la región, todas ellas de supuestos antepasados mayas.
La versión oficial decía así reparar las injusticias sufridas por este pueblo. En realidad, se escondían intereses forestales, ya que los nuevos dueños no tardaron en permitir la explotación de maderas tropicales en condiciones ventajosas. La compañía forestal Lacandona no tardó en expulsarlas de sus hogares.
Veinte años después, la reforma constitucional del presidente Carlos Salinas de Gortari supuso un nuevo ataque contra los indígenas, ya que les privaba de la posibilidad legal de solicitar tierras. Además, se legalizó la compraventa de los ejidos, hasta entonces poseídos sólo en usufructo. Se allanaba así el camino a la formación de nuevos latifundios en detrimento de las comunidades campesinas.
El cambio constitucional revolucionó a los indígenas. Según las palabras del subcomandante Marcos, “La expectativa de mejoramiento económico, que era tener un pedazo de tierra mediante la vía legal, se cerró”.
Con el auge del descontento, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, fundado en 1983, experimentó un crecimiento vertiginoso. Sus filas, formadas por apenas una decena de miembros, pasaron a ser engrosadas por miles de campesinos pobremente armados con rifles de madera y piedras, ocultos tras pasamontañas o pañuelos. La necesidad (muchos sobrevivían con menos de 50 pesos diarios) les convenció de iniciar una guerra contra el gobierno. Así inicio la lucha de los desposeídos y marginados por una mejora social.
Era un 1° de enero del año 1994 año en que entraba en vigor un tratado de libre comercio, que escasamente mejoró las condiciones de vida indígenas.
Aquel alzamiento acaparó las portadas de los diarios de casi todo el mundo. La guerrilla se había propuesto combatir la explotación indígena, en su opinión, vigente desde la llegada de los españoles a México a principios del siglo XVI.
En realidad, los inicios del abuso no fueron exactamente así. Los nuevos pobladores permitieron a los indígenas seguir gobernados por sus propios jefes y disfrutar de cierta autonomía, y les garantizaron un marco legal en el que defender sus derechos. La situación dio un giro con la independencia de México en 1821. Los sucesivos gobiernos no reconocieron la existencia de los indígenas; simplemente les consideraron mexicanos. La legislación protectora, por lo tanto, desapareció.
Las políticas gubernamentales de principios del siglo XX impusieron en la sociedad de Chiapas cambios que les resultarían desfavorables. Las tierras que antiguamente habían pertenecido a un propietario colectivo- la comunidad indígena- se vendieron a particulares. Privados de sus medios de subsistencia, numerosos campesinos se convirtieron en peones de los nuevos latifundios o pasaron al servicio de grandes empresas extranjeras, dedicadas a la explotación de las riquezas agrícolas, fundamentalmente caña de azúcar, cacao y café.
El triunfo de la Revolución Mexicana en los años veinte supuso un tímido avance de los derechos indígenas. El Partido Revolucionario Institucional (PRI) se asentó en el poder. Gobernaría ininterrumpidamente hasta el 2000 dejando a la oposición dos sexenios para, posteriormente, irrumpir nuevamente en los designios del país. Gracias a fraudes y argucias sistemáticas y, en parte, a la implantación de reformas agrarias.
Bajo la presidencia de Lázaro Cárdenas (1934- 40) se repartieron entre los campesinos los denominados ejidos, lotes de tierra que podían explotarse en calidad de usufructo, no de propiedad absoluta. Ello redujo la dependencia campesina respecto de las grandes fincas.
Pero esta y otras medidas se adoptaron con cuentagotas. En un contexto marcado por la crisis (rebelión del General Cedillo, inicio de la Segunda Guerra Mundial…) el gobierno buscaba, ante todo, asegurar la estabilidad interna.
En las décadas siguientes, las sucesivas administraciones no hicieron nada para paliar la marginación indígena. Los indios vivieron su propio apartheid. En la localidad de San Cristóbal de las casas, por ejemplo, debían ceder a los blancos el paso de las aceras.
También se daban casos de patrones que azotaban a los acasillados, trabajadores que vivían en las fincas de sus amos y que debían gastar su remuneración, en forma de vales, solo en establecimientos de éstos. Muchos perdieron su empleo a finales de los años cincuenta, cuando los patrones abandonaron la agricultura en favor de la ganadería, animados por los incentivos económicos de la administración.
Los desempleados se establecieron en la selva lacandona, en el estado de Chiapas. Desde entonces, esta región experimentó un fuerte incremento demográfico. De los 36,985 habitantes de 1950 se pasó a más de 200.000 en treinta años. En 1972 la situación empeoro, cuando un decreto gubernamental concedió más de 600.000 hectáreas de tierra a tan sólo sesenta y seis familias de la región, todas ellas de supuestos antepasados mayas.
La versión oficial decía así reparar las injusticias sufridas por este pueblo. En realidad, se escondían intereses forestales, ya que los nuevos dueños no tardaron en permitir la explotación de maderas tropicales en condiciones ventajosas. La compañía forestal Lacandona no tardó en expulsarlas de sus hogares.
Veinte años después, la reforma constitucional del presidente Carlos Salinas de Gortari supuso un nuevo ataque contra los indígenas, ya que les privaba de la posibilidad legal de solicitar tierras. Además, se legalizó la compraventa de los ejidos, hasta entonces poseídos sólo en usufructo. Se allanaba así el camino a la formación de nuevos latifundios en detrimento de las comunidades campesinas.
El cambio constitucional revolucionó a los indígenas. Según las palabras del subcomandante Marcos, “La expectativa de mejoramiento económico, que era tener un pedazo de tierra mediante la vía legal, se cerró”.
Con el auge del descontento, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, fundado en 1983, experimentó un crecimiento vertiginoso. Sus filas, formadas por apenas una decena de miembros, pasaron a ser engrosadas por miles de campesinos pobremente armados con rifles de madera y piedras, ocultos tras pasamontañas o pañuelos. La necesidad (muchos sobrevivían con menos de 50 pesos diarios) les convenció de iniciar una guerra contra el gobierno. Así inicio la lucha de los desposeídos y marginados por una mejora social.
Era un 1° de enero del año 1994 año en que entraba en vigor un tratado de libre comercio, que escasamente mejoró las condiciones de vida indígenas.