15/08/22
Justo en el cuarto año de la presidencia del presidente Andrés Manuel López Obrador se plantea la virtual consolidación de que se entregue a la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) la administración total de la Guardia Nacional, prevista para el próximo 16 de septiembre, durante la ceremonia militar en conmemoración de la independencia. La diversificación profesional del Ejército mexicano o bien la militarización del país es cada vez inminente, analicémoslo...
De acuerdo con el libro “The Militarization of U. S. Domestic Policing” de los autores Hall y Coyne la militarización puede ser de dos tipos: a) Directa, cuando fuerzas militares son desplegadas para participar en labores de control interno; y b) Indirecta, la cual se asocia a marcos institucionales en los que las policías civiles adquieren de manera paulatina características militares, entre las que están estrategias de armamento y táctica.
Por tanto, de acuerdo con lo anterior, la militarización no se refiere a quiénes realizan funciones de seguridad pública, sino también a cómo se hace. En este sentido, autores como Muzzopappa, Morales Rosas, Pérez Ricart y Shaw enfatizan que la militarización es un proceso en el que confluye la presencia de militares en tareas ajenas a la defensa nacional con el empleo de niveles de fuerza que corresponderían a una respuesta armada del Estado ante una amenaza a su integridad.
Con la llegada de López Obrador al poder Ejecutivo, las atribuciones que se le han otorgado a la Sedena y la Semar en materia de seguridad, obra pública y puertos bajo el argumento de erradicar la corrupción, han encendido focos rojos. Esto, más que militarización, representa otro fenómeno: militarismo.
Así que es relevante entender la militarización como un proceso mediante el cual diversos ámbitos de las funciones primordiales del Estado adquieren lógicas militares, los problemas se observan desde una perspectiva de amenaza o enemigo y se recurre a las dinámicas bélicas para solucionarlos.
Es difícil limpiar de manchas el ayer. Mejor enunciarlo así: todo presente puede sorprendernos con un peor rostro. Ahora temo echar de menos los tiempos en que alertábamos de la falta de preparación policiaca de los militares metidos a tareas de seguridad pública.
Se extrañan, por así decirlo, las discusiones sobre los derechos humanos y los preceptos constitucionales que se están violentando. O se extraña que esas discusiones fueran el único eje.
Hoy la sociedad mexicana constata con pasmo que no es necesario un golpe de Estado ni un temible magnicidio para que los militares gobiernen. Ya no parece requisito que los generales hagan a un lado al presidente, a los gobernadores electos o a los legisladores. Les basta con apropiarse, por la vía de acuerdos y de las instituciones gubernamentales.
México es un país con una fuerza militar de 319 mil soldados y creciendo. Como en todos lados y en todos los tiempos, esta fuerza compone un agente a la vez necesario y temible para el sistema político.
En los últimos 15 años, el destino de los militares comenzó a cambiar. Por fin sirvieron a la patria no solo plantando árboles y ayudando con planes de auxilio en casos de desastres todo cambio y comenzaron a disparar contra los narcotraficantes y, aunque los mandaron con fusil, los dejaron sin escudo. Quizá por eso se explica la deserción militar que de 2000 a 2012 llegó a la escandalosa cifra de 163 mil 699 en esos años, casi 40 por ciento del ejército mexicano. Les agradaba solo cobrar y no morir en el trabajo de ser militar para continuar en la milicia obteniendo jugosos dividendos.
Se detuvo la sangría en el periodo de Enrique Peña Nieto, y entre 2018 y 2021 menos de 3 mil soldados (uno por ciento) han dejado su lugar. Y no es para menos: tienen más recursos que nunca, más negocios con el estado, más funciones además de la tarea de perseguir criminales, y siguen contando con el status especial que los protege de la monserga democrática de rendir cuentas.
Hoy los militares cabildean sin tapujos y venden sus servicios sin remilgos. Firman convenios con todos los gobiernos, de todos los niveles, para tareas de todo tipo. En 2020 firmaron con la Ciudad de México para construir un hospital, con Puebla para hacer un centro educativo, a Coahuila le cobraron recursos estatales por construir instalaciones militares, en Guanajuato, tierra de agricultores exitosos, el Ejército recibió lo correspondiente para producir plantas de reforestación. Por contar sólo unos cuantos ejemplos.
La historia en América Latina ha demostrado que el militarismo ha dejado a su paso los capítulos más oscuros y desoladores de la región. Desde la academia, la sociedad civil y demás actores interesados, tenemos el compromiso de comenzar a llamar las cosas por su nombre, a fin de tomar las medidas más adecuadas en cuanto a delimitación de funciones tanto civiles como militares que nos permitan evitar repetir los errores del pasado.
¿Tú lo crees?... Sí yo también.
De acuerdo con el libro “The Militarization of U. S. Domestic Policing” de los autores Hall y Coyne la militarización puede ser de dos tipos: a) Directa, cuando fuerzas militares son desplegadas para participar en labores de control interno; y b) Indirecta, la cual se asocia a marcos institucionales en los que las policías civiles adquieren de manera paulatina características militares, entre las que están estrategias de armamento y táctica.
Por tanto, de acuerdo con lo anterior, la militarización no se refiere a quiénes realizan funciones de seguridad pública, sino también a cómo se hace. En este sentido, autores como Muzzopappa, Morales Rosas, Pérez Ricart y Shaw enfatizan que la militarización es un proceso en el que confluye la presencia de militares en tareas ajenas a la defensa nacional con el empleo de niveles de fuerza que corresponderían a una respuesta armada del Estado ante una amenaza a su integridad.
Con la llegada de López Obrador al poder Ejecutivo, las atribuciones que se le han otorgado a la Sedena y la Semar en materia de seguridad, obra pública y puertos bajo el argumento de erradicar la corrupción, han encendido focos rojos. Esto, más que militarización, representa otro fenómeno: militarismo.
Así que es relevante entender la militarización como un proceso mediante el cual diversos ámbitos de las funciones primordiales del Estado adquieren lógicas militares, los problemas se observan desde una perspectiva de amenaza o enemigo y se recurre a las dinámicas bélicas para solucionarlos.
Es difícil limpiar de manchas el ayer. Mejor enunciarlo así: todo presente puede sorprendernos con un peor rostro. Ahora temo echar de menos los tiempos en que alertábamos de la falta de preparación policiaca de los militares metidos a tareas de seguridad pública.
Se extrañan, por así decirlo, las discusiones sobre los derechos humanos y los preceptos constitucionales que se están violentando. O se extraña que esas discusiones fueran el único eje.
Hoy la sociedad mexicana constata con pasmo que no es necesario un golpe de Estado ni un temible magnicidio para que los militares gobiernen. Ya no parece requisito que los generales hagan a un lado al presidente, a los gobernadores electos o a los legisladores. Les basta con apropiarse, por la vía de acuerdos y de las instituciones gubernamentales.
México es un país con una fuerza militar de 319 mil soldados y creciendo. Como en todos lados y en todos los tiempos, esta fuerza compone un agente a la vez necesario y temible para el sistema político.
En los últimos 15 años, el destino de los militares comenzó a cambiar. Por fin sirvieron a la patria no solo plantando árboles y ayudando con planes de auxilio en casos de desastres todo cambio y comenzaron a disparar contra los narcotraficantes y, aunque los mandaron con fusil, los dejaron sin escudo. Quizá por eso se explica la deserción militar que de 2000 a 2012 llegó a la escandalosa cifra de 163 mil 699 en esos años, casi 40 por ciento del ejército mexicano. Les agradaba solo cobrar y no morir en el trabajo de ser militar para continuar en la milicia obteniendo jugosos dividendos.
Se detuvo la sangría en el periodo de Enrique Peña Nieto, y entre 2018 y 2021 menos de 3 mil soldados (uno por ciento) han dejado su lugar. Y no es para menos: tienen más recursos que nunca, más negocios con el estado, más funciones además de la tarea de perseguir criminales, y siguen contando con el status especial que los protege de la monserga democrática de rendir cuentas.
Hoy los militares cabildean sin tapujos y venden sus servicios sin remilgos. Firman convenios con todos los gobiernos, de todos los niveles, para tareas de todo tipo. En 2020 firmaron con la Ciudad de México para construir un hospital, con Puebla para hacer un centro educativo, a Coahuila le cobraron recursos estatales por construir instalaciones militares, en Guanajuato, tierra de agricultores exitosos, el Ejército recibió lo correspondiente para producir plantas de reforestación. Por contar sólo unos cuantos ejemplos.
La historia en América Latina ha demostrado que el militarismo ha dejado a su paso los capítulos más oscuros y desoladores de la región. Desde la academia, la sociedad civil y demás actores interesados, tenemos el compromiso de comenzar a llamar las cosas por su nombre, a fin de tomar las medidas más adecuadas en cuanto a delimitación de funciones tanto civiles como militares que nos permitan evitar repetir los errores del pasado.
¿Tú lo crees?... Sí yo también.