24/05/21
Quienes ya tenemos treinta y tantos años cuando menos, nos acordamos de ese México autoritario (y eso que a finales de los años 80 e inicios de los 90 ya existían indicios de apertura democrática). Sabíamos que el PRI era “el partido”, el que siempre “ganaba” y que las elecciones eran, pues un fraude o una simulación. De chicos conocimos a los medios alineados al gobierno, conocimos la escasez de voces disidentes e incluso había algo de atractivo en ver a aquellas personas que se atrevían a cuestionar al gobierno: era como una suerte de rebeldía.
La democracia entró a México justo cuando la idea de la democracia liberal en el mundo tuvo su mayor auge (en los años 90) y se le veía como un camino al que todos debían llegar. Hasta a Francis Fukuyama se le ocurrió decir que la democracia liberal era el fin de la historia.
En nuestro país la democracia nunca se terminó de asentar por completo, durante gran parte de la primera década del año 2000 hablamos de la transición democrática. En efecto, muchos de sus engranajes elementales ahí estaban: división de poderes, libertad de expresión y manifestación, libertad de prensa. Lo que tal vez nunca se terminó de asentar del todo fue la cultura democrática y por ello algunos vicios del régimen autoritario perduraron.
Los gobiernos que fueron parte de esa transición (de 1994 a 2018) no fueron precisamente gobiernos excepcionales: fueron muy imperfectos, a veces mediocres y, en algunos casos, hubo corrupción rampante (sobre todo en el gobierno de Peña). Aún así, durante esta época se sentaron unas bases que hacían al estado de cosas algo diferente de lo que había en el pasado, un estado de cosas que nos dotaron a los ciudadanos de más derechos: derecho a expresarnos, derecho a elegir a nuestros gobernantes y demás.
Pero ese tiempo de algarabía ya terminó, desapareció justo cuando presenciamos retrocesos democráticos en varios países del mundo. La democracia ya no está de moda: su defensa pareciera ser casi un capricho de académicos y opinadores que la defienden en Twitter. Los lopezobradoristas simplemente creen que el concepto de democracia se agota en el régimen actual y, siendo más precisos, en la figura de López Obrador. Otros sectores, como FRENA, tampoco es que crean mucho en ella ni en los contrapesos (de los cuales Gilberto Lozano se ha mofado en varias ocasiones), sino que simplemente están preocupados por esta idea de que “AMLO nos va a llevar al comunismo”.
Es posible que parte de este fenómeno tenga que ver con el hecho de que ya damos por sentado algunos de sus beneficios y pensamos que nunca se van a ir, podría uno suponer que alguna gente va a valorar la democracia cuando ya no esté ahí, cuando ya no se pueda expresar tan libremente, pero lo que es innegable es que parte del desencanto viene por la profunda decepción que ha generado la clase política y que crea la percepción de una democracia estéril.
Y es comprensible: los partidos se han vaciado de cualquier contenido ideológico y se han llenado de un pragmatismo grosero con el mero afán de ganar votos y que hace que los ciudadanos ya no se sientan identificados con ellos. El sistema partidista existe, pero es disfuncional. En teoría, tener muchos partidos debería aumentar la representatividad (como ocurre con varios sistemas de representación proporcional o mixtos como el nuestro): tendría que haber varias opciones de distintas ideologías de tal forma que todos encuentren su partido que los representen, pero la mayoría de los partidos son entidades-negocio que fungen como satélites de los partidos grandes.
Los políticos ya hasta evitan reconocerse como tales: se definen a sí mismos como ciudadanos, ignorando el inevitable hecho de que el individuo que entra a “hacer política” de manera formal es un político, y que un político es igualmente ciudadano que quien no es político. Muchos partidos, ante el fortísimo escepticismo de la gente hacia sus promesas y propuestas, buscan hacer cualquier cosa para llamar la atención de sus electores.
El problema es que, con todo y estos inconvenientes, la democracia nos permite castigar a los malos gobernantes (aunque tengamos que conformarnos con votar por el menos peor) y da mayores posibilidades a los ciudadanos de entrar a la política. La democracia, imperfecta como es en México, nos dota de pesos y contrapesos que, de menos, diluye los abusos de poder de los gobernantes. Difícilmente (y así lo demuestra la historia de nuestro país) un régimen autoritario podrá traernos mayores beneficios (los “éxitos” de países como China o Singapur se explican en gran medida por una cultura que difícilmente podremos emular). Hoy, de menos los gobernantes pueden ser evidenciados y castigados en las elecciones. En un régimen autoritario que concentre todo el poder, los gobernantes podrán hacer lo que les plazca y abusar a sus anchas porque no existe contrapeso alguno. Ahí, la gente no puede sacarlos con su voto. Ahí, la prensa estará más restringida o limitada para evidenciar todo el cochinero. Ahí, la gente será menos libre.
Y tal vez la gente solo valorará la democracia cuando ya no la tenga.
La democracia entró a México justo cuando la idea de la democracia liberal en el mundo tuvo su mayor auge (en los años 90) y se le veía como un camino al que todos debían llegar. Hasta a Francis Fukuyama se le ocurrió decir que la democracia liberal era el fin de la historia.
En nuestro país la democracia nunca se terminó de asentar por completo, durante gran parte de la primera década del año 2000 hablamos de la transición democrática. En efecto, muchos de sus engranajes elementales ahí estaban: división de poderes, libertad de expresión y manifestación, libertad de prensa. Lo que tal vez nunca se terminó de asentar del todo fue la cultura democrática y por ello algunos vicios del régimen autoritario perduraron.
Los gobiernos que fueron parte de esa transición (de 1994 a 2018) no fueron precisamente gobiernos excepcionales: fueron muy imperfectos, a veces mediocres y, en algunos casos, hubo corrupción rampante (sobre todo en el gobierno de Peña). Aún así, durante esta época se sentaron unas bases que hacían al estado de cosas algo diferente de lo que había en el pasado, un estado de cosas que nos dotaron a los ciudadanos de más derechos: derecho a expresarnos, derecho a elegir a nuestros gobernantes y demás.
Pero ese tiempo de algarabía ya terminó, desapareció justo cuando presenciamos retrocesos democráticos en varios países del mundo. La democracia ya no está de moda: su defensa pareciera ser casi un capricho de académicos y opinadores que la defienden en Twitter. Los lopezobradoristas simplemente creen que el concepto de democracia se agota en el régimen actual y, siendo más precisos, en la figura de López Obrador. Otros sectores, como FRENA, tampoco es que crean mucho en ella ni en los contrapesos (de los cuales Gilberto Lozano se ha mofado en varias ocasiones), sino que simplemente están preocupados por esta idea de que “AMLO nos va a llevar al comunismo”.
Es posible que parte de este fenómeno tenga que ver con el hecho de que ya damos por sentado algunos de sus beneficios y pensamos que nunca se van a ir, podría uno suponer que alguna gente va a valorar la democracia cuando ya no esté ahí, cuando ya no se pueda expresar tan libremente, pero lo que es innegable es que parte del desencanto viene por la profunda decepción que ha generado la clase política y que crea la percepción de una democracia estéril.
Y es comprensible: los partidos se han vaciado de cualquier contenido ideológico y se han llenado de un pragmatismo grosero con el mero afán de ganar votos y que hace que los ciudadanos ya no se sientan identificados con ellos. El sistema partidista existe, pero es disfuncional. En teoría, tener muchos partidos debería aumentar la representatividad (como ocurre con varios sistemas de representación proporcional o mixtos como el nuestro): tendría que haber varias opciones de distintas ideologías de tal forma que todos encuentren su partido que los representen, pero la mayoría de los partidos son entidades-negocio que fungen como satélites de los partidos grandes.
Los políticos ya hasta evitan reconocerse como tales: se definen a sí mismos como ciudadanos, ignorando el inevitable hecho de que el individuo que entra a “hacer política” de manera formal es un político, y que un político es igualmente ciudadano que quien no es político. Muchos partidos, ante el fortísimo escepticismo de la gente hacia sus promesas y propuestas, buscan hacer cualquier cosa para llamar la atención de sus electores.
El problema es que, con todo y estos inconvenientes, la democracia nos permite castigar a los malos gobernantes (aunque tengamos que conformarnos con votar por el menos peor) y da mayores posibilidades a los ciudadanos de entrar a la política. La democracia, imperfecta como es en México, nos dota de pesos y contrapesos que, de menos, diluye los abusos de poder de los gobernantes. Difícilmente (y así lo demuestra la historia de nuestro país) un régimen autoritario podrá traernos mayores beneficios (los “éxitos” de países como China o Singapur se explican en gran medida por una cultura que difícilmente podremos emular). Hoy, de menos los gobernantes pueden ser evidenciados y castigados en las elecciones. En un régimen autoritario que concentre todo el poder, los gobernantes podrán hacer lo que les plazca y abusar a sus anchas porque no existe contrapeso alguno. Ahí, la gente no puede sacarlos con su voto. Ahí, la prensa estará más restringida o limitada para evidenciar todo el cochinero. Ahí, la gente será menos libre.
Y tal vez la gente solo valorará la democracia cuando ya no la tenga.