Por Álvaro López.
La forma en que la sociedad está organizada es moldeada en gran medida tanto por factores internos (guerras, crisis económicas, conflictos, interacción con otras sociedades y otras dinámicas) como por factores externos (catástrofes naturales, epidemias) que inciden en ella. La sociedad no es un monolito rígido, sino una entidad producto de diversos equilibrios y que se va modificando con el tiempo.
Los cambios tecnológicos, por poner un ejemplo, moldean sobremanera la forma en que la sociedad se manifiesta. Siempre que una nueva gran tecnología irrumpe y se masifica, la cultura sufre modificaciones ya que aquellos patrones sociales y culturales que funcionaban en un contexto dado han dejado de hacerlo en aquel que la irrupción tecnológica ha creado. Los cambios en la forma de producción que cada vez dependen menos de la fuerza y más del conocimiento y las habilidades blandas explican en parte el deseo de las mujeres de terminar de emanciparse de un régimen patriarcal que las mantenía bajo la protección del varón y que empezó a deshacerse desde hace ya varias décadas.
Los desastres naturales y las epidemias también son aceleradores de cambios sociales. Con ello no estoy diciendo que sean deseables porque la pérdida de vidas nunca va a ser deseable en lo más mínimo, lo que quiero decir es que estas tragedias suelen sacar al estado de cosas (el sistema, el status quo o como lo quieras llamar) de su zona de confort para que pueda sobrevivir. La crisis demanda mucho esfuerzo al estado de cosas, lo sobresatura y le exige modificar sus mecanismos para atender el problema al que se está enfrentando.
Los sistemas, cuando se encuentran en reposo, tienden hacia la conservación y hacia el mantenimiento de la zona de confort; buscan no modificarse para no crear un estado de caos que implique hacer eso que un desastre o un cambio radical los puede obligar a hacer: cambiar patrones, conductas, porque los cambios generalmente son incómodos y demandan esfuerzo, sobre todo para aquellos que ya están muy empotrados y cómodos en el estado de cosas vigentes.
Entonces el desastre sacude todo el sistema: el hecho de que la gente se tenga que quedar en sus casas y modificar su rutina diaria; el hecho de que la iniciativa privada tenga que buscar métodos alternativos para seguir produciendo; el hecho de que las instituciones tengan que actuar de tal o cual manera: todo ello termina creando cambios sociales porque todos los agentes que son parte del estado de cosas se dan cuenta que pueden operar de otra manera y de forma más eficiente.
Esta crisis va a generar cambios de muchas formas: va a crear nuevos protocolos en el sistema de salud, seguramente hará algunas modificaciones en la rutina de las personas incluso pasada dicha crisis, pero en lo que me quiero enfocar es en lo que tiene que ver con el empleo y la cultura del trabajo, algo que en gran parte del mundo (y sobre todo en México) se resiste a evolucionar a pesar de la presión de los cambios tecnológicos.
Es evidente que ha habido cambios en la cultura laboral en las últimas décadas, pero también es evidente que no han sido suficientes y que se está viendo muy rebasada por los avances tecnológicos y las innovaciones.
Yo trabajo por cuenta propia desde hace diez años. Soy eso que llaman freelancer. Desde hace mucho tiempo no piso una oficina para trabajar y si lo hago es porque ahí tengo la junta con mi cliente. El cambio de “godín” a freelancer no fue muy fácil (y más cuando tuve la osadía de hacerlo en medio de la crisis mundial del 2008), tuve que cambiar algunos hábitos, aprender a autodisciplinarme y no tener ese colchón que muchos trabajos te dan (sueldo garantizado quincenal, seguro de gastos médicos que ahora tengo que pagar por cuenta propia). Trabajo ocho horas diarias y a veces un poco más, tengo mi rutina diaria, pero tengo algo muy preciado: flexibilidad, más tiempo para mí y mejor salud.
No tengo que hacer traslados diarios y solo lo hago cuando tengo juntas con los clientes; no pierdo esa hora y media que perdía en el tráfico, y como no “padezco” el tráfico a diario, ello incide positivamente en mi salud. Como lo que importa no son las horas de trabajo sino satisfacer las necesidades de mis clientes, tengo mayor flexibilidad. Puedo darme el lujo de ir, de vez en cuando, a comer con un amigo, o puedo ir a una conferencia en la tarde y terminar el trabajo en la noche.
En resumen, soy mucho más productivo porque me da mucho más tiempo para seguir capacitándome y trabajar en otros proyectos. Incluso tengo el tiempo para escribir aquí que difícilmente tendría con un trabajo de 9 a 7.
Pensando en ello y en un podcast sobre el coronavirus que publicó Gerardo Garibay, una de esas tantas relaciones que uno hace en las redes sociales, fue que me puse a reflexionar sobre la necesidad de cambio dentro de la cultura laboral mexicana. El paradigma tayloriano o fordiano en el gran parte de la iniciativa privada sigue empotrada está completamente rebasado y los horarios rígidos tan solo reducen la productividad y les roba horas de su tiempo a los empleados que podrían hacer sus labores desde su casa o desde un WeWork cercano.
¿De qué sirve presumir que somos “de los países más chambeadores de la OCDE” (por trabajar más horas y no por ser más productivos) cuando mucho de ese tiempo es tiempo desperdiciado, tiempo que se debe estar en la oficina porque así está estipulado en el contrato? De nada.
El coronavirus obligará a muchas instituciones privadas y educativas a trabajar en línea. Hará lo que por voluntad propia no querían hacer por miedo al cambio. Algunas instituciones se darán cuenta de que es completamente inútil tener a la gente en sus oficinas cuando pueden hacer las labores desde sus casas; algunas empresas verán cómo uno de sus más grandes miedos y prejuicios se desmorona producto de sus propias incongruencias: su resistencia al trabajo remoto. Se darán cuanta que su cultura laboral, que tal vez era útil en el siglo pasado, ya no lo es más. Se darán cuenta que los cambios tecnológicos hacen más viable otras formas de trabajo que las “horas nalga” de nueve a siete.
En una sociedad donde se han entendido los beneficios del trabajo remoto, menos gente tendrá que trasladarse diariamente a su oficina, y quienes por las características del trabajo sí lo tengan que hacer, también se verán beneficiados, ya que, al haber menos automóviles circulando, llegarán más rápido a sus destinos. Ello generará, a su vez, menos contaminación, lo cual derivará en una mejor salud y lo cual, a su vez, también ayudará a incrementar la productividad.
¿Tendrán las empresas la apertura? ¿O preferirán seguir en sus modelos arcaicos aunque la realidad les presente en su cara lo equivocados que están?
Ninguna crisis es deseable, ninguna catástrofe que cobre la vida de personas puede serlo en lo más mínimo, pero estando la crisis presente por su inevitabilidad y donde nuestro margen de maniobra consiste en la contención y la reducción de su impacto, también se hace necesario comprender la naturaleza de los cambios a la que esta crisis nos obliga para que a partir de ahí podamos repensar nuestra sociedad y cambiar patrones culturales de tal forma que la sociedad en su conjunto se vea beneficiada.
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El Cerebro Habla.