A escala cósmica, veinte años es poco menos que nada. Apenas un rasguño en el inmenso tejido del espacio-tiempo. Y ese imperceptible suspiro es lo que ha transcurrido desde que murió el astrofísico y cosmólogo Carl Sagan, considerado como uno de los divulgadores más importantes de la historia de la ciencia. Si hubiese que traducir estas dos décadas al calendario que popularizó en el libro Los dragones del Edén y en su inolvidable serie Cosmos -aquel que sintetizaba en un año la historia completa del universo, desde el Big Bang hasta la actualidad-, representarían unas insignificantes 45 milésimas de segundo. Diez veces menos de lo que dura un parpadeo.
Un 20 de diciembre de 1996 se apagó esa voz suave, de dicción pausada -la misma que empleaba tanto en televisión como en sus escritos-, que sedujo a millones de personas y aún hoy continúa despertando admiración y cariño a partes iguales. Con Cosmos: un viaje personal, Carl Sagan convirtió la ciencia en un producto de consumo masivo, algo impensable hasta entonces -y, por desgracia, casi también desde entonces-.
Este programa, emitido originalmente por la televisión pública de Estados Unidos (PBS), es uno de los grandes hitos de la historia televisiva. Visionado por cientos de millones de personas en decenas de países, tiene el descomunal mérito de haber despertado como ningún otro la pasión por la ciencia, lo que se ha traducido en incontables vocaciones científicas que terminarían cambiando el mundo, habitualmente para mejor. Quizá el secreto de Cosmos haya residido en que se trata de algo mucho más profundo que un contenido televisivo. Es poesía en estado puro; belleza desde la primera hasta la última de sus palabras. Una oda al ser humano y a su fascinante pequeñez.
A la serie documental le acompañaron más de una veintena de libros, entre los que destacan Cosmos -que complementó la serie-, Los Dragones del Edén, con el que ganó un premio Pulitzer y se convirtió en el libro científico en inglés más vendido de todos los tiempos; El cerebro de Broca, Un punto azul pálido y El mundo y sus demonios. Todos ellos no eran más que una declaración de amor hacia sus congéneres. Una llamada a la lealtad hacia nuestra especie y nuestro planeta.
Carl Sagan enseñó a telespectadores y lectores a esforzarse en pensar por sí mismos, desconfiando de lo obvio, cultivando la imaginación y el escepticismo, fomentando ese afán de conocimiento que palpita en el interior de toda persona desde que nace. Les alentó para que lucharan contra la superstición, la estupidez y la codicia. Y lo hizo siempre con humildad. "La ciencia está lejos de ser un instrumento de conocimiento perfecto. Simplemente, es el mejor que tenemos", afirmaba.
En un mundo infestado de charlatanes y vendedores de humo, Sagan apeló a la inteligencia e intentó que el pensamiento racional, basado en el método científico, ayudase al hombre a encontrar su lugar en el universo, tratando de aportar un destello de luz a eternas interrogaciones sin respuesta como quiénes somos o dónde estamos. Y lo hizo a sabiendas de que se enfrentaba a un enemigo más fuerte que se alimentaba precisamente de las debilidades. "La pseudociencia colma necesidades emocionales poderosas que la ciencia suele dejar insatisfechas", apuntó. Y también: "el escepticismo no vende periódicos".
Carl Sagan nos embarcó en un viaje de vuelta hacia las estrellas, el lugar de donde una vez salimos. Y lo hizo en la nave espacial más maravillosa que se pueda imaginar: un diente de león. Nos enseñó que el universo alberga por sí mismo innumerables maravillas, por lo que no hay necesidad de inventarlas. Y que es tan inconcebiblemente grande que resulta ingenuo, e incluso torpemente pretencioso, poder pensar que solo hay vida en nuestro planeta.
Nos mostró que la necesidad de exploración está arraigada en lo más profundo de nuestros genes, y que esta curiosidad inagotable es una de las principales señas de identidad que nos convierte en seres humanos. Que a fin de cuentas somos parte de ese cosmos que también está dentro de nosotros, un todo que nos utiliza como una herramienta para conocerse a sí mismo.
La fotografía Un punto azul pálido muestra al planeta Tierra tan minúsculo que se asemeja a una mota de polvo suspendida en un rayo de sol, igual que ocurre cuando éstos se filtran por los orificios de las persianas y atraviesan la penumbra de una habitación. Fue tomada por la sonda Voyager 1 desde una distancia de 6000 millones de kilómetros, el 14 de febrero de 1990, y representó para Carl Sagan la mejor metáfora de nuestra insignificancia cósmica. Casi la misma que la que puede suponer un período de tiempo de veinte años. Porque, para él, solo tomando conciencia de nuestro lugar minúsculo en el universo, de nuestras ínfimas pero a la vez valiosísimas vidas, podremos abrirnos paso a través de esa oscuridad que se cierne sobre el mundo.
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Fuente: RTVE.