En el poniente de la inabarcable Ciudad de México se erige Santa Fe, un vestigio novohispano que hoy se alza como uno de los lugares de todo el continente donde más latente, visible y palpable es la desigualdad sociourbana, sólo comparable su drástica diferencia fotográfica con aquella que mostrásemos en Paraisópolis.
Resulta inevitable exponer a modo introductorio el país de México en datos macroeconómicos antes de adentrarnos en los hechos que han dado lugar a un paisaje como el de la imagen que inicia esta monografía y los que hoy se suceden entre sus barrancas.
El gobierno mexicano es una fábrica de pobres
El gobierno mexicano es una fábrica de pobres
México es, según estudios de Oxfam, el país de América donde mayor es la concentración de ingreso: el 1% de la población abarca el 21% del ingreso total del país. Por su parte, según la OCDE, es el tercer país con mayor nivel de desigualdad en todo el continente tras Chile y Estados Unidos.
En 2002, la fortuna de los cuatro hombres más ricos de México (recordemos que el mexicano Carlos Slim ha sido considerado hace dos años por la revista Forbes como el hombre más rico del mundo) representaba al 2% del PIB. A día de hoy, representa el 10,5% del mismo. En cambio, la tasa anual del PIB mexicano sólo ha tenido un crecimiento del 1% desde 1996 hasta la actualidad. Además, cuenta México con una débil estructura fiscal que grava más el consumo que el ingreso personal o empresarial, disponiendo de una maquinaria tributaria cuyos impuestos al consumo, al ser regresivos, afectan más a quienes menos tienen.
Esta desigualdad en términos macroeconómicos deriva, lógicamente, en bipolaridades en torno a la marginación, la delincuencia callejera y la violencia. El incremento de tales males de la sociedad se han asociado normalmente en la prensa a las acciones policiales emprendidas desde hace una década bajo las directrices del gobierno de Felipe Calderón contra los cárteles más sanguinarios de la droga en el país. En cambio, estudios sociológicos oficiales y de organizaciones no gubernamentales hallan una mayor conexión de los mismos con los altos niveles de ausentismo escolar en la población juvenil así como la alta tasa de desempleo agudizada en este sector de la sociedad.
Si hay un aspecto en el que se hace más acuciante esta enorme desigualdad es en el momento en que se compara la educación pública con la privada. Y no sólo su posibilidad de acceso a la segunda, sino el modo en que el fisco y el dinero público actúa frente a ambas. El pago de colegiatura en una universidad privada y del transporte a las mismas son deducibles de impuestos en el marco tributario mexicano. En cambio, las escuelas públicas, en grave deterioro, muestran datos realmente preocupantes: el 48% de las escuelas carecen de acceso a drenaje, el 31% no dispone de acceso a agua potable y en torno al 13% del total no cuentan con electricidad ni con baños públicos. Obviamente, las necesidades son mayores cuanto más precisa es la tecnología. Así, el 60% de los estudiantes de la universidad pública no tienen acceso a ordenadores, y el 80% no dispone de Internet gratis en los centros de estudio.
En todo México, tres de los municipios más ricos del país se concentran en la Ciudad de México y su zona conurbada. Uno de ellos, precisamente, comparte nombre con uno de los más pobres que da nombre a esta monografía. Y es que son 300 escasos metros y un muro de hormigón y cemento de 72 centímetros de ancho lo que separa las torres de apartamentos lujosos, chalets adosados y universidades privadas de las casas de lata, cartón, sin red de alcantarillado, con calles sinuosas bañadas por lo que traen sus improvisados desagües y sin alumbrado nocturno, lo que aumenta considerablemente el número de violaciones y robos cuando el Sol y la policía se esconden.
“A tal grado hemos llegado, que hay condominios donde la servidumbre debe entrar y caminar por calles distintas a los residentes” (Afirma un líder comunal de Santa Fe). Y es que son los pobres quienes limpian las casas de los ricos, pero incluso para acceder a las residencias tienen vetadas determinadas calles para caminar sobre ellas.´
Podríamos pensar que esta desigualdad se debe a la pasividad de las autoridades, razón y motivo principal al que siempre se acude para justificar estas situaciones. Sin embargo, en este caso es un poco más aberrante: desde 1990 hasta la actualidad, oficialmente, el gasto público para el desarrollo y para combatir la pobreza se ha triplicado. En cambio, el porcentaje de población pobre sólo se ha reducido un 2%, una cantidad tan pírrica como inexistente y subjetiva si usamos diferentes baremos y coeficientes para calcularla.
El primer programa específico para combatir la pobreza se creó en 1988. Se llamaba Solidaridad y arrancó por iniciativa del por entonces Presidente Carlos Salinas de Gortari. Dicho programa buscaba impulsar el desarrollo regional a través de la construcción de infraestructuras en las zonas más aisladas del país. Para promover el desarrollo y la participación social comunitaria creó comités que repartían los recursos del gobierno federal en función de las necesidades que determinase más prioritarias la asamblea. Hasta aquí, podría pensarse que las medidas eran las idóneas, y cuesta imaginar, si todos actuaban con limpieza y sin corruptelas, qué pudo hacer que no le permitiera avanzar en pro de la parte más empobrecida de la sociedad. Hay quienes desde el CONEVAL (Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social) argumentan que su prematura politización, anteponiendo los intereses partidistas de algunos arribistas a la buena intención de fondo del programa, fue determinante para no lograr un éxito necesario para todos.
El programa existió durante seis años, si bien no contó con el seguimiento que debe tener un programa social para así recabar todos los datos que demuestren la eficiencia y mejora colectiva lograda a través del mismo. En otras palabras, nunca se evaluaron los resultados de Solidaridad.
Quizás fue exitoso y funcionó a pesar de la politización citada, pero todo aquello se vino abajo con el denominado “error de diciembre” que provocó en 1994 una de las más graves devaluaciones del peso. Entre diciembre de 1994 y noviembre de 1995, la cotización del dólar frente al peso pasó de 5,3 a 10, provocando una fuga masiva de capitales, una caída del PIB en más de un 6% y, por consiguiente, un aumento drástico de la pobreza que golpearía con más virulencia a las partes más bajas del estrato social.
Tras esta crisis, el gobierno príista de Ernesto Zedillo eliminó la intermediación de comités de Salinas e implementó un modelo fallido y descontrolado que hoy pervive: la entrega en especie, es decir, dar dinero en efectivo.
En 1997 se estrenaría el programa Progresa a modo experimental en el municipio Cardonal, en el estado de Hidalgo. El dinero se entregó a las madres de familia de cerca de 300.000 familias rurales, sin hoy tenerse noción segura de que ese dinero público llegase a todas las familias y en qué se invirtió el mismo.
Más adelante, Vicente Fox proseguiría con el mismo modelo, bautizándolo como Oportunidades, casi duplicando los subsidios para aquellos mexicanos que vivían en comunidades sin infraestructuras escolar y médica. También destacaría su programa Pisos Firmes para arreglar el problema de la tierra en las zonas más rurales del país. Por estudios que llevaron a cabo el seguimiento de las medidas gubernamentales, se calcula que, según datos oficiales, 6 millones de familias agrícolas se beneficiaron del mismo.
Posteriormente, el presupuesto para combatir la pobreza y la desigualdad aumentó un 16% en poco más de dos décadas, pasando de 46 millones en 1990 a casi 55 en 2012. Sin embargo, no se vieron los resultados, ni se ven en la actualidad.
En los datos oficiales, en los fundamentos legales de la Ley de Desarrollo Sustentable y en el Programa Especial Concurrente (PEC) que se elaborase hace quince años, la combatibilidad ha sido intensa y obcecada desde el gobierno central, fuese cual fuese la ideología del partido que entonces estuviese al mando del país. Sin embargo, la pobreza apenas se reduce y lo que sí aumenta es la diferencia entre ricos y pobres.
Crecen los presupuestos destinados a combatir la pobreza. No se reduce la pobreza.
El presupuesto del citado PEC pasó de 173 mil millones en 2003 a 313 mil millones en 2014. A su vez, el gasto gubernamental en desarrollo social (educación, seguridad social, urbanismo…) se cuadruplicó entre 1990 a 2012 según el Centro de Finanzas Púlicas de la Cámara de Diputados a través del programa Prospera, continuista de aquel Oportunidades que crease Fox.
Ante esta situación tan contradictoria y que nos hace pensar que no todos los pesos son destinados a lo que debiese, expertos e investigadores mexicanos señalan cuatro hipótesis por las que nos e logra el desarrollo común:
- Los apoyos no llegan a quienes han de llegar por una mala focalizaciónde los mismos o porque el partido en el poder lo usa de un modo clientelar.
- Los recursos se enredan en laberintos burocráticos pasando su fin social a un segundo plano.
- Las cantidades son insuficientes para generar cambios sólidos.
- No existe una sustentabilidad ni una solidez institucional para controlar dichos programas gubernamentales.
Sea como fuera, hay una frase que la realidad le concede toda la razón en México: “La desigualdad se perpetúa con los programas.”
Pareciera que se ha convertido en un arma política de eterna promesa que jamás se pretende arreglar. Algo que Gloria Álvarez, politóloga guatemalteca, achacaba a los populismos. En cambio, jamás se le oyó en sus conferencias citar a México y a sus presidentes como populistas, sino a otros como Evo Morales, Hugo Chávez o Rafael Correa, quienes según organizaciones internacionales y con el coeficiente Gini en la mano, sí lograron materialmente reducirla. Y es que hasta para reducir la pobreza, a quienes se preocupan por los pobres, se les ataca.
Probablemente esta monografía sea la que menos ha entrado a hablar en el lugar en sí, y más se ha centrado en analizar la realidad nacional del país en sus últimas tres décadas. No es algo baladí, sino que se te trata de algo necesario cuando se trata de uno de los países más desiguales del continente, ya que estas desigualdades no son ni puntuales ni se hallan focalizadas. Aun así, esto no quita que su visión más cruda se halle precisamente en Santa Fe, donde las imágenes que acompañan a esta monografía dicen más que cualquier informe, a veces echado en falta, por las autoridades municipales mexicanas.
Lo de que una imagen vale más que mil palabras, en Santa Fe, se hace realidad.