Por Patricia Morodo.
¿Podemos hablar de la existencia de la cultura para élites diferenciada de la cultura para masas? La misma formulación, tan jerárquica, parece un desaire contra la democratización igualatoria. Por ello, esa distinción tan general necesita distinguir qué es cultura auténtica y qué es entretenimiento; qué tiene calidad se llame como se llame y un valor intrínseco llamado a permanecer, o un valor hedonista y facilón llamado a ser consumido y sustituido rápidamente por el siguiente producto.
Alex Ross, autor de Escucha esto y El ruido eterno aboga por discernir la buena calidad también en la música pop o rock: la hay banal y existe la que tiene buena calidad. No le gusta el término música clásica, ni establecer fronteras entre ésta y la música pop. Aborrece “el culto al elitismo mediocre que intenta fabricar autoestima aferrándose a fórmulas hueras de superioridad intelectual”.
El rechazo de lo elitista, quizá en su consideración de grupo excluyente más que de líder, se encuentra también en el director de orquesta Esa-Pekka Salonen, finlandés y director de la Philarmonia Orchestra de Londres, maravillado del cambio social que se aprecia en el consumo de música clásica.
El debate sobre la cultura fue definido por Umberto Eco en 1964 en su libro Apocalípticos e integrados. Por supuesto, Eco es el integrado que lo mismo consume cómic y lo prologa, que escribe novelas como El nombre de la rosa. Suponemos que el Vargas Llosa de La civilización del espectáculo sería clasificado por Eco como un apocalíptico que todo lo ve negro y vaticina el final de la cultura. Lo que ocurre es que el clasificador se queda con la mejor parte y puede llegar a condenar al ostracismo al que no piensa como él. No obstante existen muchas voces que acompañan a Vargas Llosa y nos dicen qué es cultura.
El fin de la cultura
La finalidad y el futuro de la cultura, su calidad, sigue siendo objeto de debate. Javier Reverte nos advierte, al modo de Fukuyama en El fin de la historia, el fin de la literatura, que sería “el fin de la fe del hombre en el hombre, del afán por ordenar el caos, del empeño por hacer inteligible la existencia…”.
Juan Van-Halen, en un artículo titulado “¿El fin de la cultura?”, nos hizo pensar sobre este proceso de “democratización”. Señala que no debería haber dos culturas, una elevada y otra “de masas”, sino una cultura comunicada capaz de no vivir en nichos sociales pero tampoco de confundirlo todo. Ello implica “acceder a conocimientos y choca con la comodidad ambiente; con la ley del menor esfuerzo, que a eso conduce, en definitiva, la simplificación”.
Ir contra las élites, sean culturales o económicas, tiene su origen en pensadores marxistas que las identifican con privilegiadas y opresoras. No ocurre así en otros ámbitos que se han desembarazado de ese pensamiento estéril y entienden que el esfuerzo, el estudio y el trabajo abren la puerta al ascenso social y cultural. Y la verdadera cultura es de libre acceso a todos, no porque las entradas sean gratis o el Estado se ocupe de subvencionarla, sino porque cada persona es libre de elegir aquello a lo que quiere dedicar su tiempo y esfuerzo, su poco o mucho dinero y su interés.
Cultura y entretenimiento
Así, pues, cultura popular no es la del pueblo y alta cultura no es la de la élite económica. Cultura popular es algo menos definido que la que se expande por el marketing y se consume y olvida fácilmente, cultura mainstream. Cultura de masas sería la cultura basura y alta cultura sería la que requiere cierto esfuerzo para ser disfrutada pero concede grandes recompensas en el plano humano. Otra cosa es el entretenimiento, y todos sabemos que no es cultura leer un best-sellerde acción cualquiera o encender la tele para ver qué ponen.
Llamamos cultura a lo que nos humaniza, nos pone en contacto con las raíces de nuestra civilización y está originada y recibida por la actividad intelectual. Por eso, muchos que no tienen criterio propio acuden a la publicidad de los medios o al canon, al criterio de los prescriptores, a la opinión de aquellos que consideran más cultos para ser guiados en la amplia oferta cultural. Probar la calidad de lo que se ofrece como nuevo o recién editado, o puesto en escena es casi imprescindible para no formar parte de una masa acrítica, que, teniendo a su alcance –por ejemplo, entre otra muchas opciones– las bibliotecas públicas, los conciertos gratuitos y las universidades para mayores, prefiere entretenerse en un placer huero e inane.
Saber lo que elegimos
Si dejamos a un lado lo falso y la superioridad que rechaza Ross, y volvemos a tener claro que el intelecto ha de regirnos o, de lo contrario lo hará el sentimentalismo o la voluntad de poder, podemos empezar a entender que sí importan nuestra elecciones. Todos somos libres de emplear el ocio en lo que deseemos, pero no es indiferente para nuestro crecimiento personal cómo lo hagamos.
Parece tan necesario como para algunos imposible, distinguir entre qué es cultura y qué es espectáculo o entretenimiento. Pero no es así. Si la cultura es el cultivo paciente y sosegado en su acepción griega primitiva, la formación a través de las artes, la música y las lecturas que forman parte del acervo, del humus que nos identifica, estamos de acuerdo con T.S. Eliot, con Vargas Llosa, y con todos los que este cita en su libro. Si el espectáculo que entretiene consiste en ser seducidos visualmente, sobre todo por cualquier producto que atrape sin que tenga que ser verdadero, estamos de acuerdo con el consumidor general, con la masa.
Deberíamos aclarar de qué hablamos cuándo decimos democratización del arte: si poner el arte de todos los tiempos al alcance de todos –cosa que cada vez es más fácil con horas de entrada gratis a museos y conciertos también gratuitos– o rebajar la calidad de éste para que pueda ser visto, oído o leído sin esfuerzo.
El espectador o el oyente puede tener distintos objetivos y necesidades a la hora de consumir un tipo de música o ver tal programa de televisión o tal película. Pero no necesariamente el descanso y la diversión han de hacerse con productos de baja calidad. Saber lo que elegimos y por qué es parte de nuestra formación cultural. Claro está que no vamos a leer la Ilíada después de ocho horas de trabajo. O sí. Depende. Se puede descansar con una evasión fácil o con otra que requiera un poco de esfuerzo, que se verá recompensado por un deleite mayor y una compresión ampliada del mundo.
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