ELOGIO DE LA CRÍTICA CIENTÍFICA

Por Jean Philippe Vielle Calzada
Cinvestav, Irapuato.

A pesar de su incomodidad y estorbo para la mayoría de los que la padecen, no se puede vivir sin la crítica. En todos los ámbitos la crítica pretende transformar; es crítico el imprudente que denuncia lo mediocre, lo mal hecho, lo injusto o lo corrupto. La crítica del poder siempre conlleva algo de peligro; los caudillos aborrecen que se les critique, aún más cuando no se guarda silencio frente al autoritarismo, la intimidación, la paranoia, o el abuso de poder. Aunque para cualquier institución sea un privilegio contar con un crítico experto, son pocas las que aceptan que se critica principalmente para construir y mejorar, pues por más brillante que sea el pensamiento individual, es incapaz de superar la capacidad de análisis y apreciación polivalente que surge del intelecto colectivo.

El desarrollo social depende en gran medida de la calidad de su debate público; de la capacidad para argumentar, fundamentar opiniones y discutir de manera crítica, dejando de lado la susceptibilidad y sensiblería que tanto empobrece nuestra capacidad para reflexionar. Dice Fernando García Ramírez que en México no acostumbramos a razonar nuestros problemas; sabemos evadirlos, denunciarlos, exhibirlos y mofarnos de ellos, pero muy escasamente reflexionarlos de manera crítica para superarlos desde una perspectiva social. Parece que dejamos de pensar en cuanto surge el desagradable sentimiento que provoca que alguien nos critique; no tanto por falta de capacidad intelectual, sino más bien por falta de ejercicio. Como el atleta que pierde condición física al dejar de correr, perdemos la capacidad de asimilar y ejercer la crítica desde el momento en que no tenemos entrenamiento para practicarla. Sin embargo, nos hace mucha falta, pues el diálogo constructivo que surge de la crítica es la piedra angular del progreso colectivo.

En las artes, la crítica es una componente ineludible del creador. Sin pudor se habla de crítica en la literatura, en el teatro o en la pintura. Octavio Paz acostumbraba quejarse de su ausencia en México, al sostener que la crítica entre los artistas y académicos se reducía a un curioso procedimiento de “elogiosas pero breves notitas, donde no se economizan incoloros adjetivos; en ellas, el autor aparece generalmente como joven, distinguido, fino, inteligente o sutil”. Para Paz, la crítica fue durante muchos años falta de vergüenza y de rigor, lo que en el fondo implicaba falta de generosidad y de verdadero interés por las obras juzgadas, resultando en una lamentable confusión de valores que sólo beneficia a los malos escritores que simulan su quehacer creativo. Por su parte, ante la displicencia y el conformismo que a menudo prevalecía (y quizá sigue prevaleciendo) en los espacios universitarios e institutos de investigación, Gabriel Zaíd sostenía que quienes podían pensar ejerciendo la crítica, escribían ensayos; y quienes no, trabajaban en la academia. En respuesta a su ausencia, la labor de estos impulsores de revistas culturales como Plural o Vuelta fue indispensable para establecer un destacado grupo de ensayistas y críticos literarios, lo que no impide que algunos otros – en los más diversos ámbitos culturales y sin ser ya tan jóvenes – dejen de ser finos, inteligentes y sutiles académicos cuando se ven obligados a criticar a sus colegas o colaboradores en los espacios públicos de su propio gremio.

En la actualidad, los editores y empresarios más mediáticos de la cultura en lengua hispana reconocen y promueven la importancia del crítico en las artes, pero parecen haber olvidado que el ejercicio de la crítica científica es quizá la más severa, mordaz y trascendente forma del pensamiento analítico, pues parte del razonamiento deductivo sobre el que descansa la ruptura de la superstición, la fechoría y la ignorancia. Es a partir del ejercicio de la crítica que el científico legitima el descubrimiento. Los resultados científicos se cotejan con el intelecto y conocimiento colectivo para convertirse en entendimiento (casi nunca en comprensión), o sucumbir en la hoguera del error y del desprecio. Los verdaderos científicos critican sin descanso en foros públicos o privados; no una, sino múltiples veces. La crítica rara vez deja de taladrar su intelecto: ni el día en que un descubrimiento se publica, ni el día en que los autores perecen. Su implacable juicio continúa cuestionando la fría aproximación de la realidad que proponen los resultados, hasta que sean corregidos o caduquen, víctimas del irremediable ciclo por el que la evolución del conocimiento colectivo, al convertirse en cultura universal, recuerda sin tregua que la naturaleza individual de la condición humana muere sin conocer la verdad. Al tomar conciencia de su efímera función social como componente de dicho ciclo, el científico comprende la importancia del servicio a los demás como la única manera de perpetuar el progreso del conocimiento comunitario, lo que tarde o temprano se convierte en su principal legado.

Ante esta disyuntiva, se requieren practicantes de un nuevo oficio: el de crítico científico. No se trata de una actividad monocromática y exclusiva de unos cuantos, sino de una nueva faceta para el que se formó como indagador en el ejercicio de la práctica científica, ya sea desde una perspectiva teórica, experimental o de inventiva. Puede ser una manera diferente de ejercer la pasión indagadora para todo aquel que no teme adentrarse en espacios abiertos del quehacer profesional. Su ejercicio no necesita de una formación distinta a la del investigador tradicional, aunque sin duda requiere de otro tipo de temperamento, pues concebir la pasión por la crítica como una patología del científico parece indispensable para balancear la arrogante naturaleza que a la misma crítica se le asigna a partir de ese carácter casi judicial que a menudo la ubica por encima del que produce y publica descubrimientos en su condición de autor. Al fin y al cabo, es el científico crítico – disfrazado de editor, de árbitro o de tirano– el que decide lo que merece o no ser publicado.

Pero no es lo mismo ser un científico crítico que un crítico científico. Mientras que el primero es un investigador que participa en la práctica científica a partir del ejercicio crítico como método indispensable para pretender acercarse a la realidad de su objeto de estudio —asumiendo a menudo la responsabilidad del editor o revisor de publicaciones arbitradas —, el crítico científico es un profesional de la evaluación que a partir de su conocimiento y pasión por la ciencia renuncia a la producción científica para dedicarse exclusivamente a la crítica. Al científico crítico se le ha considerado tradicionalmente como juez y parte, pues mientras critica a partir de la revisión del descubrimiento ajeno, investiga y descubre antes que sean los demás los que lo critiquen. En cambio, al igual que del crítico literario no se espera que escriba poesía o novelas, del crítico científico no se espera que practique la ciencia experimental. Se trata de buscar una nueva figura profesional: la del científico que hace primordialmente crítica de la ciencia, sin que por ello se le excluya del gremio; un nuevo tipo de científico sometido a todas las exigencias creativas e intelectuales del experimentalista, pero a la cual se agrega una particularmente importante: la de ejercer un juicio sistemático sobre la producción y la obra del resto de los científicos.

En el profesional de la crítica hay también un formador de juicios, y por lo tanto un educador. Si bien opina y evalúa, considerar que la esencia de la crítica científica es hacer reseñas para dictaminar sería limitarla a la más elemental de sus funciones, la que decide sobre la calidad de un manuscrito, dejando de lado todo lo que el contexto histórico, la integración cultural del conocimiento o la elegancia de la percepción creativa pueden brindar a las aportaciones culturales. En las artes, el crítico también evalúa, pero el impacto de su juicio puede ser determinante cuando la implacable autoridad intelectual se revela asertiva y logra marcar nuevos rumbos en la búsqueda de la excelencia. En el ámbito cinematográfico por ejemplo, la pluma de Pauline Kael fue crucial para propulsar la consagración de unos cuantos directores y terminar con las aspiraciones de tantos otros a partir de los ensayos cáusticos que periódicamente publicó en The New Yorker. Y en materia de las letras anglosajonas, el influyente crítico Harold Bloom suele utilizar una definición personal de “genio” —un mote incómodo para la ciencia, al ser casi exclusivo de algunos colosos del calibre de Newton, Einstein o Darwin— para referirse a las mentes creativas ejemplares cuya “rabiosa originalidad” es un componente esencial del quehacer literario. Para Bloom, son “genios” aquellos que han engrandecido nuestra percepción de la realidad al ampliar y clarificar nuestra conciencia mientras nos nutren de sabiduría sin dejar de divertirnos. ¿Será posible que esta definición pueda ser útil para aproximarse a la grandeza en la práctica científica? ¿Habrá manera de distinguir a los científicos en función de su estilo, de su elegancia al ejercer cierta forma de pensamiento creativo, o del hilo conductor con el cual desarrollan los razonamientos deductivos que culminan con la solución contundente a un acertijo del comportamiento biológico, de la naturaleza del universo, o de la dinámica de las partículas elementales?

En México necesitamos lograr que el verdadero oficio crítico se aplique a la ciencia; requiere de una dosis aguda de inteligencia mordaz, de una pizca de sensibilidad estética aplicada a la imaginación y el ingenio, y de un claro sentido de la discriminación apreciativa para distinguir los multifacéticos elementos que componen la práctica científica y sus implicaciones sociales. Al dirigir el aprecio colectivo hacia las contribuciones brillantes, desarmando de paso las que no valen la pena, los críticos científicos promoverían —con sinceridad y pensamiento profundo— la creación de un círculo de lectores susceptible de crecer y constituirse en un verdadero público de profesionales interesados por la ciencia de calidad como componente ineludible del hambre cultural. Ante la imposibilidad de tener lectores que se muestren interesados en una síntesis crítica de la mejor ciencia, existe en general un desdén por la creación científica de los países latinoamericanos. Como recordaba el propio Paz, quizás es una consecuencia del viejo atavismo provinciano de países como Inglaterra o Francia, que de la misma manera que ignoran casi toda nuestra literatura, hacen completa abstracción del descubrimiento científico que se forja en los países de América Latina. Esta manera de proceder de los países desarrollados ofrece ventajas al establecer amplios espacios creativos para mirar sin ser visto, investigando y criticando con libertad asuntos que en otros lados merecerían el descrédito que nace de la incredulidad, del desencanto o de la envidia. El desdén al que a menudo somos sometidos los científicos latinoamericanos ofrece oportunidades de ejercer la práctica de la crítica científica sorprendiendo desde la clandestinidad y el anonimato, sin que los poderosos competidores se estén asomando para cuajar ventajosamente un descubrimiento a partir del robo de ideas, otro tipo de práctica que, por más increíble que parezca, no es inusual en los países desarrollados con una larga historia de aportaciones científicas. En el caso de las ideas, es bien sabido que es en los países donde ya no queda nada por robar que existe el mayor número de ladrones. Pero para fortuna de la comunidad científica, cuando la conciencia colectiva está en crisis, es de la crítica sin concesiones que tarde o temprano florece la redención. Parece que para México ha llegado el momento de inaugurar la era del crítico científico.

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Fuente: Revista C2