Para el Tio Marco, Chileno.
Por Roberto Longoni
Un 11 de marzo de 1990, el Congreso Nacional de la República de Chile, con sede en la costeña ciudad de Valparaíso, abría sus puertas después de 17 años. La historia de su clausura se remonta al año 1973, cuando un golpe militar fascista puso fin al mandato democrático de Salvador Allende.
El Congreso, su significado y peso para un país republicano, pretendidamente libre, se remonta a las ideas ilustradas de la Revolución Francesa y de grandes pensadores como Montesquieu, Diderot, Rousseau, entre otros. Como símbolo, el Congreso es la casa donde está representado el pueblo, y es donde supuestamente debería estar la voz de la gente, en la espalda de quienes ocupan ese lugar por mandato popular. Ahí es donde se discute la agenda de un país, y donde se llega a los acuerdos que mejor convengan a la mayoría. Como vemos, idealmente al menos, un congreso tiene como bandera la pluralidad de opiniones, la búsqueda del bien común, la contraposición de ideas y el diálogo.
Entendemos entonces, como es que una dictadura militar (bruta, ignorante y cruel, como todas las dictaduras militares del mundo, y que no comparte ninguno de estos valores) tiene como principal proyecto el veto de este, así como de cualquier indicio de poder que pueda recaer en el pueblo. En Chile no fue la excepción, y fue un punto más a la lista de abusos cometidos durante aquellos años de represión.
En fin, las puertas del Congreso de Chile se re-abrieron 17 años después. Por la calle principal que llegaba hasta sus puertas, desfilo un oxidado Augusto Pinochet, y el abanderado de la transición, el demócrata-cristiano, Patricio Aylwin. A los costados, más allá de la parafernalia propia de los actos políticos, miles de personas celebraban. Aquello era una fiesta del pueblo de Chile, no de sus políticos, no de sus militares. Horas después, con un gesto de molestia, Pinochet entregaba a Aylwin la banda tricolor, le delegaba el poder que él solo pudo tener por la fuerza, jamás por consenso de un pueblo, ya para entonces, y desde hacía mucho, harto.
“Aquel día” dice mi Tío Marco “nos volvimos a acordar de que podíamos tener una democracia. Ese día muchos lloraron, otros reíamos, algunos no se lo creían. ‘¡Democracia compadre! ¡¿Democracia?!’ Hace años que no escuchábamos esa palabra, y ese día, en el momento en que Aylwin recibió la banda, como que nos regresó a la cabeza, nos acordamos de ella.”
“Yo he tenido la oportunidad de vivir en un Chile cambiante, distinto, una especie de dos Chiles. Y es cierto que nuestra democracia tiene fallas, errores, traumas y aún tiene mucho que aprender. Pero desde ese 11 de marzo, muchos acá concordamos en que buena o mala, era nuestra democracia, y jamás dejaríamos que se nos fuera otra vez.”