Por Roberto Longoni
Desde que tengo uso de razón, he visto a mi padre levantarse todos los días antes de las siete de la mañana para salir a dar sus clases y tratar de darnos una vida, una educación y un futuro. Desde hace más o menos seis años he tenido la oportunidad de recorrer la sierra de Hidalgo, de conocer y convivir con su gente, y he podido ver con mis propios ojos como el estigma del mexicano pobre por flojo no tiene razón ni cabida en esas comunidades donde hombres, mujeres y niños se levantan desde las cuatro o cinco de la mañana a acarrear leña, a buscar agua, a sembrar su café o alimento para que ellos y sus hijos puedan vivir el día. En aquellos montes no hay domingo, ni feriados, ni nada. Se trabaja para comer, para sobrevivir. En alguna ocasión, uno de aquellos viejos sabios me dijo: “Aquí no descansa uno hasta que se muere.” Y en verdad tenía razón, porque yo he visto como en el trajín de los días se les va la vida trabajando, acarreando, sudando y desgastándose.
Las veces que he tenido la enorme bendición de hablar con compañeros y compañeras migrantes hondureños, personas con rostro, dignidad y su propia lucha por la vida y la humanidad, he podido escuchar sus historias, su empuje, su valor y su coraje. Todos ellos han sufrido los estragos de la pobreza, la violencia salvaje, el racismo y la exclusión. Al preguntarles por qué no detenían ahí su camino, sabiendo de tantos peligros, obstáculos, de tanta crueldad, todas y todos me contestaron que no podían rendirse, que tenían que seguir adelante como fuera, a pesar de cualquier cosa. A la semana de que mi hermana María José murió, entre toda la tristeza y la melancolía de la perdida y la tragedia que significo, y aún hoy significa, para nosotros, mi madre se limpió las lágrimas, se levantó de la cama y camino hasta su trabajo. Nos dijo que estaba devastada, cansada, que no entendía nada, pero que tenía que levantarse. Nosotros nos obligamos a hacer lo mismo.
El viernes en la tarde, después de una amañada y dudosa conferencia de prensa donde se declaró que los 43 normalistas habían sido calcinados pero que no había pruebas que lo confirmaran (exacto, así de ridículo e ilógico suena), el Procurador de la República, Murillo Karam, con un gesto cínico e impertinente exclamo un “ya me cansé”. En aquel momento, con todo el coraje y el enojo que da ver este tipo de expresiones inhumanas y torpes por parte de nuestra desgastada clase política, yo pensé en todos ellos, en todos ustedes, en todos nosotros. Pensé en mis padres, en tantos migrantes, en todas aquellas personas de Huehuetla, en mi hermana, en todos aquellos que aún soñamos con salir adelante con todo y México. Escuche las excusas del procurador. Y pensé en que ninguna de todas estas personas de quien les hablo había dado una sola excusa nunca. Porque para todos ellos, no es válido llegar con las manos vacías, no es válido rendirse, no es posible tirarlo todo y salir corriendo. Nosotros no tenemos derecho a cansarnos, y no lo queremos. Sepan que nosotros no nos cansamos, no nos rendimos, ni pretendemos hacerlo. A pesar de todo, no nos vamos a cansar de despertar, de trabajar, de estudiar, de servir y de soñar con un México más justo, igualitario y digno.
Señor Procurador Murillo Karam, si usted ya se cansó, la puerta está abierta, renuncié, nos haría un gran favor a todos los que, sí, le repito, a diferencia de usted, no nos cansaremos nunca de luchar.